viernes, 4 de septiembre de 2009

El Abuelito Lewis y el Guanaquito


Cuento para explicarle a mi hijo Santi y sus amigos del Jardín, sobre corrales, máquinas voladoras y patas que ya no corren. Cualquier parecido con la realidad es pura insurgencia


Hola chicos, les voy a contar una linda historia, es la historia de mi vida, mi nombre es guanaquito, yo vivía en la Patagonia muy contento, caminaba, caminaba sin parar, tenía mis lomadas, tapizadas de coirones, para correr, mis vertientes, frescas y puras, para refrescarme; es cierto que había que cuidarse de los leones, pero como éramos muchos hermanos, y siempre estábamos juntos, no había tanto peligro.
Así pasábamos los días, en nuestra Patagonia, nuestros abuelos nos habían contado que desde hacía algunos años, venían de afuera, hombres que partían el campo con alambres, como queriendo atarlo para llevárselo, pero no importaba, los saltábamos y volvíamos a correr, subíamos las montañas, tomábamos agua fresca de los lagos, íbamos y veníamos, era nuestro mundo.
Un día llegó un hombre con sus jaulas y me encerró y me llevó, pero no a la ciudad, me llevó a través de cerros y cañadones hasta un lugar que yo conocía bien pero que ahora estaba cambiado. A orillas de un lago que siempre había sido nuestro, ví una gran casa, gigante, hermosa, y pensé: ¡cuántos hijos debe tener el dueño para necesitar una casa tan grande!, y ¡cuánta sed para haberla construido tan cerca del lago!, ¿será que habrá andado mucho por las salinas y quedo reseco como charqui?
En los primeros días tuve mucho miedo, mucha gente pasaba caminando, me miraba y sonreía, pensé que me imaginaban en el asador. Me contó otro guanaquito, que había llegado antes que yo, que toda esa gente construía cosas para un abuelito, hacían además de la gran casa, salones, piletas, gimnasios, canchas, helipuertos, y muchas otras cosas lindas, si hasta habían encajonado un río para tener electricidad propia, y estaban por construir una pista para máquinas voladoras gigantes, y me dijo también que hasta donde llegaba la vista y más era su propiedad, yo recordaba lo que me había contado mi padre, que una vez llegó hasta la ciudad grande, millones de hombres vivían en unas montañas de cuevas cuadriculadas, o todos juntos, en lugares muy pobres llenos de barro, apretados y cubiertos con cartones y chapas de esos que vuelan por la línea sur cuando sopla fuerte el viento.
En los días que estaba por llegar el abuelito todos estaban muy ansiosos, porque si lo que habían hecho le gustaba, él les daba plata y todos eran muy felices. Parece que él iba y venía con su máquina voladora cruzando las montañas, del otro lado tenía un amigo, otro abuelito con mucha plata, que también daba mucha alegría a los que trabajaban para él.
A mí me llevaron hasta un corral muy grande, con otros guanaquitos, y vimos ¡que lindo corral que nos había regalado el abuelito!, además ya no había que caminar y caminar para conseguir comida o agua, todos los días un señor nos las traía sin tener que hacer nosotros ningún esfuerzo.
Y así fueron pasando los días, mis piernas estaban un poco más gruesas por no usarlas tanto, pero no importaba, ya no las necesitaba como antes, ahora solo tenía que caminar hasta la cesta de comida. Nunca entendí bien porque nos habían encerrado si no nos iban a comer, me dijeron que al abuelito le gustaba tenernos ahí para mirarnos nomás cuando se le daba la gana, era muy raro, pero tampoco importaba mucho si nos alimentaban.
Al fin llegó el gran día, todos corrían de acá para allá, había que dejar todo perfecto para cuando llegara la máquina voladora, vi con sorpresa que detrás de unos arbustos unos hermanos míos de la estepa observaban todo y no entendían que pasaba, ni porqué, a pesar de estar encerrados en un corral, nosotros parecíamos contentos. Huyeron temerosos cuando el cielo empezó a tronar por la máquina que traía al abuelito, yo los miré correr y pensé: ¡pobres, tienen que crearse su propio destino!
La máquina descendió y por primera vez pude ver al abuelito, parecía un hombre como los demás, la única diferencia es que todos se corrían, bajaban la mirada y sonreían nerviosos cuando él se acercaba. Después de un rato llegaron otras máquinas voladoras, traían a otros señores, otros abuelitos con mucha plata, pero también a Gobernadores, Intendentes, Legisladores y otras personas muy, muy importantes.
Los guanaquitos, esperábamos ansiosos que visitaran nuestro corral, después de un rato se fueron acercando, hablaban un idioma extraño y reían y fumaban unos habanos muy grandes. El abuelito entró al corral y se acercó, me chistó mientras reía y hablaba en su idioma extraño con los demás hombres, yo me acerqué un poco nervioso, me acarició el lomo, dijo algo que yo no entendí, pero comprendí que mientras él estuviera contento yo ya no tendría que preocuparme de nada.
Ya me olvidé de la estepa, también de la sensación de frescura del agua del lago, me olvidé del miedo al león, de mis hermanos, de los cañadones y las montañas, mis piernas ya no quieren correr más y si quisieran, no podrían, a veces siento un poco de nostalgia, pero miro la cesta llena de comida y pienso… ¡qué lindo corral nos regaló el abuelito!

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