sábado, 27 de febrero de 2010

Este es mi lugar de combate, y de aquí no me voy


Este es mi lugar de combate, y de aquí no me voy”
Cartel colgado sobre el escritorio de Haroldo Conti / 1925 – 1976 (desaparecido)

El Mañana remonta la hinchazón de las olas, vomita humo como una fábrica, fuerza la máquina, navega pertinente hacia su forma exacta, adelantando esbozos.

“-El Mañana -anuncia el Lucho.
Oreste abarca el mar con los ojos. Sólo brillos.
-No más de una hora. Tiene que montar el cabo.
El Machuco sale a la puerta del rancho medio dormido y comienza a disparar el bombardino. Cafuné pedalea en círculo frente a la barraca. La gente concurre. El Bimbo iza una bandera en la punta del muelle, el Prefecto se reviste, aparece la Malaque a todo paño por detrás del faro.
Oreste ha quedado de pie en la puerta de la barraca. Cuerpo sin peso. Éste era el día. Estaba así tramado. Cuando levantó el vaso no lo sabía, pero la Malaque ya estaba por doblar el cabo y Cafuné trepaba por el otro lado del médano, adelantaba el suceso, había avistado el Mañana a la altura de Punta Almagro, él ya estaba en lo nuevo.
Aparecen los botes un poco más abajo del horizonte. El brillo del agua los borra por momentos.
El señor Pelice, que viste siempre de negro, calza un panamá alerudo y grasiento y no se lo ve más que en ocasiones de solemnidad, se encamina hacia el muelle con una caja de bombas y un mortero. El señor Pelice es cohetero y polvorista, de la escuela de Rossignon, aunque para las bombas se ajusta a las cargas y proporciones de Browne. Su especialidad son las piezas pírricas y las glorias o soles fijos. Algo después lo sigue el Prefecto. Cafuné queda solo, rodando, rodando, Cafuné centauro. Los chicos corren detrás del señor Pelice. La gente proviene con el Prefecto que luce paños distintos, ropa de ornamento: gorra de hule con botón dorado, chaqueta con caponas y trencillas de hilo de oro, pantalón con vivos de color rojo y unas botas de caña corta recién engrasadas. La gorra tiene la visera quebrada; la chaqueta, con algunos botones saltados y un alfiler de gancho a la altura del cuello, varias manchas de grasa y una matadura de cigarrillo que la traspasa; los pantalones, un costurón en los fondos y un remiendo en las rodillas; las botas, ajadas como la maleta de un viajante, están partidas en la capellada. Sin embargo, el conjunto es de impresión.
Hay revuelo. Obsérvese. La punta del cabo se estira, se separa, un chorro de humo mayúsculo se eleva sobre el horizonte y tuerce bruscamente hacia Palmares: el Mañana.
El señor Pelice suelta una bomba de ocho pulgadas. El retumbo sacude la barraca. El Mañana responde con unas pitadas que se atoran con el viento. Los chorritos de vapor escapan como corderos por un costado de la chimenea, en la mitad.
La Malaque arría las velas y echa el ancla de apuro, una galápago herrumbrosa. Desde la barraca se siente el repicar de la cadena que resbala por el escobén. Los botes vienen detrás, de competencia. Las palas brillan en el aire, se oscurecen, se hunden, todas a un mismo tiempo. Revueltos hoyos brotan consecuentes a popa. El timonel ordena, cuenta. Los hombres gritan acordes a cada pechazo. Los botes encallan con el último impulso. ¡Ehhh! Bombas y pitadas trastocan el aire.
La Trova de Arenales sobrevive a la carrera detrás de Machuco, que sopla y resopla el bombardino, discordante, mugidor. Cafuné salta, rebate el sonajero. Miranda viene apartado. Camina derecho a los pasitos, apuntando a los ruidos, raspando el violín.
El Mañana remonta la hinchazón de las olas, vomita humo como una fábrica, fuerza la máquina, navega pertinente hacia su forma exacta, adelantando esbozos.
Oreste sigue inmóvil en la puerta de la barraca. Nota el cuerpo liviano, los pies le bailan dentro de los zapatos, se siente ya ido, lo ahueca la nostalgia. Todavía es hombre de tristezas.
El Mañana vira con esfuerzo y enfila hacia el muelle. Más cerca se define. Es un vaporcito con una chimenea mugrosa, una carroza que sobresale como un ropero y se abate a cada bandazo hasta asomar por la borda, un palo piolo que sirve para mástil de carga, una toldilla somera y una proa abollada. Porta un botalón corto y un mascarón todavía indescifrable que lo sostiene con la cabeza. El ruido no guarda proporción con el tamaño de aquel patacho. Se siente un hueco tronar de fierros, el traqueteo del telégrafo y una voz de borrascas que sale de lo alto de la carroza. Un esperpento con los pantalones arremangados y el torso desnudo arroja desde la proa un cabo de bola. El Noy pisa el cabo con un grito de guerra. Varios hombres halan el calabrote, con voces acompasadas. El señor Pelice dispara otra bomba, el Mañana escupe una ronca y larga pitada, hay un tumulto de fierros, soplidos varios, la chimenea lanza un torrente de humo que sofoca a los presentes y el barco sacude el muelle con una recia estropada. Se aclama.
El capitán Alfonso Domínguez asoma medio cuerpo por una ventana y saluda con el puño. La trova arremete con una charanga, algo ecuestre. La flauta y el acordeón llevan la parte del discurso. El redoblante y un tambor de un solo parche que bate un muchacho con un garrotito exponen lo recio del asunto. El violín y la guitarra improvisan adornos, maneritas de relleno. El bombardino remacha los aires con estruendos ordenados siguiendo los volteos de la mano de Cafuné, que marca el compás con una vara. Falta el arpero ciego.
La gente se remueve, se aparta, el capitán Alfonso Domínguez sobreviene en el medio, transita redoblante, lo siguen de algarada en dirección a la barraca.
Oreste lo ve crecer en la cavidad de sus ojos. Avanza parloteando con grandes maneras. Habla de una milla a otra, a olas y peñascos. Más cerca se configura textual. Es hombre de bulto. Empieza por la cara, absolutamente presente, oscura y lustrosa como la de un cetáceo. Se infunde por allí, prima facie, todo Capitán. Tiene ojos de asombro, cargados, que miran en lo interior. Mueve las manos con ajuste, según expone, y si bien no son las manos de un canónigo, tampoco son de esas duras y melladas como una herramienta. En conjunto, hay desenfado, garbo y cierta mesurada brutalidad. Lleva una gorra marinera con la orla que ondea por detrás de la nuca. Un gabán raído, un pantalón corto, botas de goma que pasean la arena. Debajo del gabán está en cueros. Ése es el hombre que lo llevará a Palmares o lo hundirá en medio del mar.”
Mascaró el Cazador Americano (1975)– Haroldo Conti

Desde que recibió las primeras advertencias tenía una invitación para viajar a Ecuador, pero prefirió quedarse en su casa. “Uno elige”, me decía en su carta. El pretexto principal para no irse era que Martha estaba encinta de siete meses y no sería aceptada en avión. Pero la verdad es que no quiso irse. “Me quedaré hasta que pueda, y después Dios verá”, me decía en su carta, “porque, aparte de escribir, y no muy bien que digamos, no sé hacer otra cosa”. En febrero de 1976, Martha dio a luz un varón, a quien pusieron el nombre de Ernesto. Ya para entonces, Haroldo Conti había colgado un letrero frente a su escritorio: “Este es mi lugar de combate, y de aquí no me voy”. Pero sus secuestradores no supieron lo que decía ese letrero, porque estaba escrito en latín. El 4 de mayo de 1976, Haroldo Conti escribió toda la mañana en el estudio y terminó un cuento que había empezado el día anterior: “A la diestra”. Luego se puso saco y corbata para dictar una clase de rutina en una escuela secundarla del sector, y antes de las seis de la tarde volvió a casa y se cambió de ropa. Al anochecer ayudó a Martha a poner cortinas nuevas en el estudio, jugó con su hijo de tres meses y le echó una mano en las tareas escolares a una hija del matrimonio anterior de Martha, que vivía con ellos: Myriam, de siete años. A las nueve de la noche, después de comerse un pedazo de carne asada, se fueron a ver El Padrino II. Era la primera vez que iban al cine en seis meses. Los dos niños se quedaron al cuidado de un amigo que había llegado esa tarde de Córdoba y lo invitaron a dormir en el sofá del estudio.

Cuando volvieron, a las 12.05 horas de la noche, quien les abrió la puerta de su propia casa fue un civil armado con una ametralladora de guerra. Dentro había otros cinco hombres, con armas semejantes, que los derribaron a culatazos y los aturdieron a patadas. El amigo estaba inconsciente en el suelo, vendado y amarrado, y con la cara desfigurada a golpes. En su dormitorio, los niños no se dieron cuenta de nada porque habían sido adormecidos con cloroformo.

Haroldo y Martha fueron conducidos a dos habitaciones distintas, mientras el comando saqueaba la casa hasta no dejar ningún objeto de valor. Luego los sometieron a un interrogatorio bárbaro. Martha, que tiene un recuerdo minucioso de aquella noche espantosa, escuchó las preguntas que le hacían a su marido en la habitación contigua. Todas se referían a dos viajes que Haroldo Conti había hecho a La Habana. En realidad, había ido dos veces —en 1971 y en 1974—, y en ambas ocasiones como jurado del concurso de Casa de las Américas. Los interrogadores trataban de establecer por esos dos viajes que Haroldo Conti era un agente cubano.
A las cuatro de la madrugada, uno de los asaltantes tuvo un gesto humano, y llevó a Martha a la habitación donde estaba Haroldo para que se despidiera de él. Estaba deshecha a golpes, con varios dientes partidos, y el hombre tuvo que llevarla del brazo porque tenía los ojos vendados. Otro que los vio pasar por la sala, se burló: “¿Vas a bailar con la señora?”. Haroldo se despidió de Martha con un beso. Ella se dio cuenta entonces de que él no estaba vendado, y esa comprobación la aterrorizó, pues sabía que sólo a los que iban a morir les permitían ver la cara de sus torturadores. Fue la última vez que estuvieron juntos. Seis meses después del secuestro, habiendo pasado de un escondite a otro con su hijo menor, Martha se asiló en la Embajada de Cuba. Allí estuvo año y medio esperando el salvoconducto, hasta que el general Omar Torrijos intercedió ante el almirante Emilio Massera, que entonces era miembro de la Junta de Gobierno Argentina, y éste le facilitó la salida del país.
Quince días después del secuestro, cuatro escritores argentinos —y entre ellos los dos más grandes— aceptaron una invitación para almorzar en la casa presidencial con el general Jorge Videla. Eran Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Alberto Ratti, presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, y el sacerdote Leonardo Castellani. Todos habían recibido por distintos conductos la solicitud de plantearle a Videla el drama de Haroldo Conti. Alberto Ratti lo hizo, y entregó además una lista de otros once escritores presos. El padre Castellani, entonces tenía casi ochenta años y había sido maestro de Haroldo Conti, pidió a Videla que le permitiera verlo en la cárcel. Aunque la noticia no se publicó nunca, se supo que, en efecto, el padre Castellani lo vio el 8 de julio de 1976 en la cárcel de Villa Devoto, y que lo encontró en tal estado de postración que no le fue posible conversar con él. Otros presos, liberados más tarde, estuvieron con Haroldo Conti. Uno de ellos rindió un testimonio escrito, según el cual fue su compañero de presidio en el campo de concentración de la Brigada Goemez, situada en la autopista Richieri, a doce kilómetros de Buenos Aires por el camino de Ezeiza. “En mayo de 1976”, dice el testimonio, “Haroldo Conti se encontraba en una celda de dos metros por uno, con piso de cemento y puerta metálica. Llegó el día 20. Dijo haber estado en un lugar del Ejército, donde lo pasó muy mal. Dijo que se había quedado encerrado en un baño, donde se desmayó. Apenas sí podía hablar y no podía comer. El día 21 pudo comer algo. Se ve que andaba muy mal porque le dieron una manta y lo iban a ver con frecuencia. En la madrugada del día 22 lo sacaron de la celda. Parece que lo iban a revisar o algo así. Estaba muy mal y no retenía orines”. El testigo no lo volvió a ver en la prisión. No ha habido gestión, ni derecha ni torcida, que la esposa y los amigos de Haroldo Conti no hayamos hecho en el mundo entero para esclarecer su suerte.
Hace unos dos años sostuve una entrevista en México con el almirante Emilio Massera, que ya entonces estaba retirado de las armas y del Gobierno, pero que mantenía buenos contactos con el poder. Me prometió averiguar todo lo que pudiera sobre Haroldo Conti, pero nunca me dio una respuesta definitiva. En junio de 1980, la reina Sofía de España viajó a Argentina al frente de una delegación cultural que asistió al aniversario de Buenos Aires. Un grupo de exiliados le pidió a algunos miembros de la comitiva que intercedieran ante el Gobierno argentino para la liberación de varios presos políticos prominentes. Yo, en nombre de la Fundación Habeas, y como amigo personal de Haroldo Conti, les pedí una gestión muy modesta: establecer de una vez y para siempre cuál era su situación real. La gestión se hizo, pero el Gobierno argentino no dio ninguna respuesta. Sin embargo, en octubre pasado, cuando ya estaba decidido su retiro de la presidencia, el general Jorge Videla concedió una entrevista a una delegación de alto nivel de la agencia EFE, y respondió algunas preguntas sobre los presos políticos. Por primera vez habló entonces de Haroldo Conti. No hizo ninguna precisión de fecha, ni de lugar ni de ninguna otra circunstancia, pero reveló sin ninguna duda que estaba muerto. Fue la primera noticia oficial, y hasta ahora la única. No obstante, el general Videla les pidió a los periodistas españoles que no la publicaran de inmediato, y ellos cumplieron. Yo considero, ahora que el general Videla no está en el poder, y sin haberlo consultado con nadie, que el mundo tiene derecho a conocer esa noticia.

Gabriel García Márquez – 1981

Hoy comenzó el juicio de El Vesubio, Ocho represores, incluyendo tres altos oficiales del ejército, comenzaron a ser juzgados esta tarde ante el Tribunal Oral Federal 4 de la Ciudad de Buenos Aires, acusados por un total de 156 delitos, incluyendo 75 desapariciones forzadas y 17 fusilamientos cometidos en el centro de detención ilegal de Ricchieri y Camino de Cintura durante la dictadura, se presume que en ese centro clandestino de detención fue asesinado Haroldo Conti.
34 años después se empieza a juzgar a los ejecutores materiales del plan que vino a concretar la dictadura militar, los autores intelectuales todavía dan conferencias, veranean en Punta del Este, cobran jubilaciones de privilegio y comulgan todos los días.
Un país en donde la mitad de la riqueza se repartía entre los que trabajaban era un escándalo que no se podía permitir, todavía hoy, 34 años después, pensar en llegar a los estándares del 75 es una utopía, la brecha entre los que más y los que menos tienen es escandalosamente superior a ese momento. A costa de muerte rediseñaron el país robándonos a los mejores, a los Haroldo Conti, y dejándonos la Argentina que hoy tenemos, que tanto duele, y que tanto nos cuesta cambiar.

Fernando Fernández Herrero

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